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  1. Los falsificadores*

    lunes, 7 de octubre de 2013


    Imagen: Esculturas de Alberto Giacometti

    Por: Jesús Antonio Álvarez Flórez 

    Nunca pensé que me convertiría en ladrón de obras de arte. Los policías que me trajeron a la estación hace unas horas fueron quienes me acusaron de ese delito. Estaba en mi casa cuando entraron armados y con una orden de arresto en mi contra.
        ―¿Dónde escondió “la obra”? ―dijo uno de ellos, apuntándome con su revólver.
    Los demás se esparcieron por la casa, revolcándolo todo.
        —Perdón. No sé a qué se refiere.
        —Sabemos muy bien que usted robó una obra de arte.
        —Se equivocan, señores. Yo no he robado a nadie.
        —Usted robó al panadero, ya nos lo dijo su esposa.
        —¿El panadero? ¿El que se murió esta mañana?
        —Sí, el mismo.
        —No creo que sea un artista.
        —Pues sí lo era. Esta mañana usted se llevó de la panadería el mejor bizcocho que ese hombre había preparado en toda su vida. Así se lo dijo a su esposa. Su bizcocho es ahora parte del patrimonio artístico de nuestro país.
        —¿Qué?
        —¿Dónde tiene el bizcocho? —intervino uno de los policías, el más feo de todos.
        —Podríamos acusarlo de secuestro simple —dijo el primero.
        —Miren, señores: yo le pedí al panadero un bizcocho, es cierto; pero se lo pagué.
        —La viuda no dice lo mismo. Además, ella menciona que el difunto estuvo feliz esta mañana luego de hornearlo. A sus hijos les dijo que era su obra maestra, que en toda su vida nunca había horneado un bizcocho así.
        —Pero yo se lo compré.
        —Sí, pero lo que pagó no es nada comparado con lo que ahora vale.
        —¿Dónde tiene el bizcocho? —dijo de nuevo el otro policía.
        —Está en la cocina —dije, algo asustado.

    Los hombres fueron hasta allí e inspeccionaron cada rincón. Oí el ruido de sus manos al tocar las bolsas de plástico que hay en la alacena. Movieron los tarros de café y de los condimentos. Al final, uno de ellos gritó: “Lo encontré”.
    Los demás fueron hasta allí y descubrieron algo que aún no les había dicho.
        —Así que eso es lo que hace usted con las obras de arte —protestó uno de los policías.
        —Es sólo un pedazo de pan.
        —Imbécil. Esta obra vale millones en el mercado culinario.
    En eso tocaron a la puerta. El policía que me apuntó al principio abrió y saludó a un hombre vestido de saco y boina. Traía una lupa y un grueso libro debajo del brazo.
        —Maestro, ahí está la obra. Pero no creo que pueda recuperarse. Este man la mordió.
    El hombre me miró con asco. Abrió su libro y observó con su lupa el pedazo de bizcocho que había sobre la servilleta. Aún olía a bocadillo.
        —¿No pueden darme un pedacito? —dije, suplicante.
    Uno de los policías me golpeó.
    Ellos seguían atentos a lo que hacía el tipo del saco, quien comparaba las fotos de su libro con los restos de mi desayuno.
        —Señores, me temo que éste no es un González original —dijo mientras se secaba el sudor de la frente.
        —¿Qué? —preguntó el policía.
        —Sí, se trata de una falsificación.
       —¡Cómo así!
        —Verá: González, el panadero, desistió del bocadillo en sus últimas obras, y optó por el arequipe. Al parecer, los falsificadores olvidaron ese detalle de su producción. Este tipo no es el ladrón, pero podemos acusarlo por imitar obras clásicas.
        —Conque pirata —dijo el policía—. ¿Dónde tiene el bocadillo?
        —Y la harina —preguntó el feo.
        —Y el horno —remató el tipo del saco.
        —No sé a qué se refieren, señores. Yo salí esta mañana a comprar el pan, y luego vine a mi casa.
        —¿Quién lo atendió?
        —Uno de los panaderos, ni siquiera sé cómo se llama.
        —¿Cómo es?, descríbalo.
        —Bueno: es moreno, crespo, ojos cafés…
        —Vamos por él —dijo el policía—. Estamos detrás de toda la banda.
        —¿Me puedo comer el bizcocho falso? —pregunté.
    Volvieron a golpearme.
    Me metieron en la patrulla, con las manos esposadas. Oí claramente cuando interrogaron a gritos al joven que me atendió. Luego abrieron la puerta, lo empujaron y lo sentaron junto a mí.
        —Su cómplice ya lo delató, prepárese para el juicio —le dijeron antes de llevarnos a la estación.
        —¿Qué está pasando? —me preguntó.
        —No lo sé, pero espero que salgamos pronto de ésta.

    El juicio fue implacable. Los detectives que llevaron el caso encontraron en mi casa un libro de postres que había heredado de mi madre, y lo presentaron como prueba contundente en mi contra. Cada vez que el abogado acusador enseñaba una foto del libro, la sala, escandalizada, se convencía de mi marcada inclinación por comprar falsificaciones, al tiempo que consolaba a la viuda del señor González, quien lloró durante toda la audiencia. Uno de mis vecinos testificó bajo juramento. Dijo que me veía a diario en la panadería, preguntando precios, manoseando los sacos de harina y hablando íntimamente con el ayudante del panadero. Dijo incluso que había visto mi mirada morbosa cada vez que éste acomodaba los roscones en el mostrador. Eso fue suficiente para que el juez me llevara a prisión. 

    Al otro detenido le fue peor. Lo acusaron de falsificación del Patrimonio Artístico y Culinario de la Nación, y lo enviaron a una cárcel de máxima seguridad. El jurado tuvo en cuenta el testimonio de un vendedor de electrodomésticos del centro de la ciudad, quien aseguró que el joven estaba pagando una hornilla a cuotas. En su casa encontraron galletas similares a las que hacía el panadero muerto y, según la policía, el detenido las vendía a menor precio en el mercado negro.

    Los dos ahora estamos en prisión, repudiados por los guardias y los asesinos del penal, quienes nos juzgan como criminales de la peor calaña y ni siquiera nos dirigen la palabra. La ciudad, mientras tanto, prepara un desfile militar en honor a González, uno de los artistas más grandes que ha dado nuestro país. Los presos más antiguos harán una coreografía y se disfrazarán de panes y ponqués para el deleite de las autoridades carcelarias, y los nuevos leerán poemas y odas a la harina y el trigo. Yo imaginaré la ceremonia cuando escuche sus gritos a lo lejos, pues por órdenes del gobierno tengo prohibido mirar por la ventana. 


     *Cuento ganador del Sexto Concurso Nacional de Cuento RCN - Ministerio de Educación, publicado en el libro "Colombia Cuenta 2012", ediciones SM. Pág. 210. 

  2. 5 comentarios:

    1. Anónimo dijo...

      ¡Qué buena idea! ¡qué buena historia! Me encantó

    2. Alter dijo...

      Muy interesante. Toda una metâfora.

    3. Anónimo dijo...

      muy bueno... eso es valorar el trabajo de los panaderos.

    4. Me encanta este tipo de cuentos, el humor del escritor y su gran imaginación... excelente!!!

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