Imagen: "Los Falsificadores" Alberto Giacometti
Por: Jesús Antonio Álvarez Flórez
Nunca
pensé que me convertiría en ladrón de obras de arte. Los policías que me
trajeron a la estación hace unas horas fueron quienes me acusaron de ese
delito. Estaba en mi casa cuando entraron armados y con una orden de arresto en
mi contra.
―¿Dónde escondió “la obra”? ―dijo uno de
ellos, apuntándome con su revólver.
Los
demás se esparcieron por la casa, revolcándolo todo.
—Perdón. No sé a qué
se refiere.
—Sabemos muy bien que
usted robó una obra de arte.
—Se equivocan,
señores. Yo no he robado a nadie.
—Usted robó al
panadero, ya nos lo dijo su esposa.
—¿El panadero? ¿El que
se murió esta mañana?
—Sí, el mismo.
—No creo que sea un
artista.
—Pues sí lo era. Esta mañana usted se llevó
de la panadería el mejor bizcocho que ese hombre había preparado en toda su
vida. Así se lo dijo a su esposa. Su bizcocho es ahora parte del patrimonio
artístico de nuestro país.
—¿Qué?
—¿Dónde tiene el bizcocho? —intervino uno
de los policías, el más feo de todos.
—Podríamos acusarlo de
secuestro simple —dijo el primero.
—Miren, señores: yo le pedí al panadero un
bizcocho, es cierto; pero se lo pagué.
—La viuda no dice lo mismo. Además, ella
menciona que el difunto estuvo feliz esta mañana luego de hornearlo. A sus
hijos les dijo que era su obra maestra, que en toda su vida nunca había
horneado un bizcocho así.
—Pero yo se lo compré.
—Sí, pero lo que pagó
no es nada comparado con lo que ahora vale.
—¿Dónde tiene el
bizcocho? —dijo de nuevo el otro policía.
—Está en la cocina
—dije, algo asustado.
Los
hombres fueron hasta allí e inspeccionaron cada rincón. Oí el ruido de sus
manos al tocar las bolsas de plástico que hay en la alacena. Movieron los
tarros de café y de los condimentos. Al final, uno de ellos gritó: “Lo
encontré”.
Los
demás fueron hasta allí y descubrieron algo que aún no les había dicho.
—Así que eso es lo que hace usted con las
obras de arte —protestó uno de los policías.
—Es sólo un pedazo de
pan.
—Imbécil. Esta obra vale
millones en el mercado culinario.
En
eso tocaron a la puerta. El policía que me apuntó al principio abrió y saludó a
un hombre vestido de saco y boina. Traía una lupa y un grueso libro debajo del
brazo.
—Maestro, ahí está la obra. Pero no creo que
pueda recuperarse. Este man la
mordió.
El
hombre me miró con asco. Abrió su libro y observó con su lupa el pedazo de
bizcocho que había sobre la servilleta. Aún olía a bocadillo.
—¿No pueden darme un
pedacito? —dije, suplicante.
Uno de los policías me golpeó.
Ellos
seguían atentos a lo que hacía el tipo del saco, quien comparaba las fotos de
su libro con los restos de mi desayuno.
—Señores, me temo que éste no es un
González original —dijo mientras se secaba el sudor de la frente.
—¿Qué? —preguntó el
policía.
—Sí, se trata de una
falsificación.
—¡Cómo así!
—Verá: González, el panadero, desistió del
bocadillo en sus últimas obras, y optó por el arequipe. Al parecer, los
falsificadores olvidaron ese detalle de su producción. Este tipo no es el
ladrón, pero podemos acusarlo por imitar obras clásicas.
—Conque pirata —dijo
el policía—. ¿Dónde tiene el bocadillo?
—Y la harina —preguntó
el feo.
—Y el horno —remató el
tipo del saco.
—No sé a qué se refieren, señores. Yo salí
esta mañana a comprar el pan, y luego vine a mi casa.
—¿Quién lo atendió?
—Uno de los panaderos,
ni siquiera sé cómo se llama.
—¿Cómo es?,
descríbalo.
—Bueno: es moreno,
crespo, ojos cafés…
—Vamos por él —dijo el
policía—. Estamos detrás de toda la banda.
—¿Me puedo comer el
bizcocho falso? —pregunté.
Volvieron a golpearme.
Me
metieron en la patrulla, con las manos esposadas. Oí claramente cuando
interrogaron a gritos al joven que me atendió. Luego abrieron la puerta, lo
empujaron y lo sentaron junto a mí.
—Su cómplice ya lo delató, prepárese para
el juicio —le dijeron antes de llevarnos a la estación.
—¿Qué está pasando?
—me preguntó.
—No lo sé, pero espero
que salgamos pronto de ésta.
El
juicio fue implacable. Los detectives que llevaron el caso encontraron en mi
casa un libro de postres que había heredado de mi madre, y lo presentaron como
prueba contundente en mi contra. Cada vez que el abogado acusador enseñaba una
foto del libro, la sala, escandalizada, se convencía de mi marcada inclinación
por comprar falsificaciones, al tiempo que consolaba a la viuda del señor
González, quien lloró durante toda la audiencia. Uno de mis vecinos testificó
bajo juramento. Dijo que me veía a diario en la panadería, preguntando precios,
manoseando los sacos de harina y hablando íntimamente con el ayudante del
panadero. Dijo incluso que había visto mi mirada morbosa cada vez que éste
acomodaba los roscones en el mostrador. Eso fue suficiente para que el juez me
llevara a prisión.
Al
otro detenido le fue peor. Lo acusaron de falsificación del Patrimonio
Artístico y Culinario de la Nación, y lo enviaron a una cárcel de máxima
seguridad. El jurado tuvo en cuenta el testimonio de un vendedor de
electrodomésticos del centro de la ciudad, quien aseguró que el joven estaba
pagando una hornilla a cuotas. En su casa encontraron galletas similares a las
que hacía el panadero muerto y, según la policía, el detenido las vendía a
menor precio en el mercado negro.
Los
dos ahora estamos en prisión, repudiados por los guardias y los asesinos del
penal, quienes nos juzgan como criminales de la peor calaña y ni siquiera nos
dirigen la palabra. La ciudad, mientras tanto, prepara un desfile militar en
honor a González, uno de los artistas más grandes que ha dado nuestro país. Los
presos más antiguos harán una coreografía y se disfrazarán de panes y ponqués
para el deleite de las autoridades carcelarias, y los nuevos leerán poemas y
odas a la harina y el trigo. Yo imaginaré la ceremonia cuando escuche sus
gritos a lo lejos, pues por órdenes del gobierno tengo prohibido mirar por la
ventana.
*Cuento ganador del Sexto Concurso Nacional de Cuento RCN - Ministerio de Educación, publicado en el libro "Colombia Cuenta 2012", ediciones SM. Pág. 210.
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